Querido Francisco, no sólo soy un pecador sino que a menudo caigo en el moralismo, demasiado atento a la paja en el ojo ajeno siendo que mi vista una y otra vez es obstruida por la viga que dejo entrar, excusas mediante, en mis propios ojos.
Hecha la aclaración, no sería honesto contigo si no te confesara que mi primera reacción al enterarme de que habías regalado un Rosario a Milagro Sala fue la de tantos otros: el reproche, la condena. Y, sobre todo, la duda. ¿De qué lado está Francisco? , me pregunté.
Analicé tu decisión en base a criterios y cálculos exclusivamente políticos. Sentí que ese simple obsequio hacía las veces de premio, de bendición incluso, a todo aquello que hay de cuestionable en los comportamientos que se le atribuyen a Milagro Sala. En especial, sus presuntos métodos violentos y la corrupción en el manejo de los dineros públicos. «¡Cómo es posible que Francisco apañe todo eso!», me escandalicé.
Pero quiso el destino que me topase con un texto que ponía la lupa sobre tu «diplomacia de la misericordia» y que me invitó a ir más a lo hondo. «La misericordia -decía- empapa todos sus actos y decisiones, sus peregrinajes y sus viajes. La diplomacia de la misericordia en acción significa, para Bergoglio, que nada ni nadie está perdido. Ni el más pecador ni el más delincuente».
Me acordé entonces de aquella entrevista que te hizo (perdón por el tuteo, pero te siento tan cerca que no me sale tratarte con mayor distancia) Antonio Spadaro, y que comenzó con la pregunta: «¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?». Y le respondiste: «Yo soy un pecador. La síntesis mejor, la que me sale más desde dentro y siento más verdadera es esta: ‘Soy un pecador en quien el Señor ha puesto los ojos'».
Até un cabo con otro y pensé que tal vez la clave para entender tu manera de proceder radique en esta conciencia que tienes de vos mismo, de la condición humana, y -sobre todo- la certeza que domina tu vida respecto de la victoria del amor de Dios.
Intuí (aunque no creas que me resulta fácil comprenderlo) que no te mueve el deseo de condenar a nadie sino de salvar. Que no mides al otro por el cumplimiento de las reglas, que no «cuentas las costillas» a los demás (de ser así, no aportarías nada nuevo; es lo que hacemos todos, todo el tiempo). Y es así porque te anima la fe en un amor, el de Dios Padre, infinitamente más fuerte que todo aquello que hay de condenable en cada uno de nosotros.
¡Y por eso tu atractivo Francisco!
Porque en nada te pareces a esos curas que disgustaban al francés Charles Péguy: «como médicos calumniadores, se quejan del enfermo; abogados injuriosos, se quejan del cliente; injuriosos pastores, culpan al rebaño».
Es la tuya una mirada que evita reducir a la persona que tiene delante a tal o cual rasgo de su carácter ni a tal o cual presunta inconducta. Simplemente porque para vos -si es que no entiendo mal- el pecado jamás tiene la última palabra, sino la misericordia de Dios.
Un amor como el que procuras transmitir es un antídoto contra los reduccionismos. Porque ninguna acción errónea nos da la medida final de la humanidad de quien la ejecutó, como tampoco lo despoja de su dignidad de hijo. Pase lo que pase, aun arrastrándose entre los cerdos en el chiquero, como el hijo pródigo, el ser humano no pierde su calidad de hijo de Dios.
Para este modo de mirar y de amar que me parece entrever en vos, ni siquiera las sentencias judiciales, sin dudas necesarias para el ordenamiento social, tienen la última palabra sobre el condenado. Los tribunales humanos apenas si pueden probar -no sin frecuentes errores- tal o cual delito puntual, pero lejos están de escudriñar todos los recovecos siempre misteriosos del alma de la persona sometida a juicio.
Una lección a los periodistas
¡Qué provocación tan grande que es esta misericordiosa mirada tuya para nosotros, los periodistas, tan propensos a encarnizarnos con los «corruptos»!
Publicamos lo sucedido e identificamos al autor de la presunta irregularidad. Y está bien que lo hagamos, porque forma parte de nuestra misión, por momentos difícil e incomprendida. Pero, ¡cuánto necesitamos aprender de vos! para que cada denuncia vaya acompañada de una conciencia humilde y misericordiosa que evite abrir juicios definitivos sobre el denunciado. En fin, necesitamos aborrecer el pecado pero al mismo tiempo amar al pecador. Y tal vez para ello no alcancen los voluntarismos sino que haga falta mendigar una Gracia de lo alto.
La novedad más revolucionaria
Querido Francisco, la sola posibilidad de que exista un amor como el que predicas y procuras encarnar en tus actitudes, el afecto de un Padre tan misericordioso que no se retira espantado frente a las caídas de sus hijos, que no se tapa la nariz ante el olor nauseabundo de nuestras miserias sino que aguarda una y otra vez a que regresemos a casa, conlleva tal vez la novedad más extraordinaria que comunicas (¡que no es otra cosa que lo esencial del cristianismo!, ¿no?) , capaz de cambiar de raíz al mundo, haciéndolo más humano.
Siento que en mi primera reacción juzgué superficialmente el gesto que has tenido con Milagro Sala. Me comporté exactamente igual que aquellos fariseos que se escandalizaban porque Jesús comía con publicanos y pecadores. Pequé además de soberbia porque no soy quién para «medir» la moral de la dirigente de Túpac Amaru ni de ningún otro.
El mayor desconcierto
Es ridículo y mezquino pensar que porque recibes a tal o cual convalidas todas sus acciones o perteneces a un bando determinado.
Porque al fin de cuentas Papa Francisco, si hay algo desconcertante para estos tiempos argentinos cargados de grietas y maniqueísmos, es que no te dejas encasillar por los bandos en pugna. Los periodistas hacemos hasta lo imposible por embanderarte con una parcialidad: que a tal le sonrió más y a cual menos, que recibe a fulano pero no a mengano y mil insignificancias por el estilo.
No admitimos ni siquiera como hipótesis que vos, simplemente porque es tu misión, estás del lado del pecador; o sea, del lado de Milagro, del lado mío, del lado de todos, e incluso de tu propio lado, porque te asumes como tal. Estás del lado del pecador como lo estuvo Cristo y lo sigue estando a través tuyo, como el médico que está del lado del enfermo, no para festejar su enfermedad sino para curarla.
Cúrame también a mí Francisco. Regálame un Rosario como a Milagro; ayúdame a creer, como ya lo vienes haciendo a diario con tantos gestos hermosos, que hay un Padre cuyo amor es mucho más fuerte que todas mis caídas.
Al fin y al cabo, todos somos mendigos del Amor, como lo explicaba de manera extraordinaria Monseñor Luigi Giussani: «Sois amados. Este es el mensaje que llega a vuestra vida, lo queráis o no, lo comprendáis o no, lo hayáis experimentado ya o tengáis todavía que esperar. ¡Ojalá vuestra petición lo confirme, lo confirme con una respuesta bonita! Jesucristo, en la historia del hombre, es el inicio continuo de este mensaje: «¡Sois amados!». ¿Qué es la vida? Ser amados. ¿Y el ser que llevamos dentro? Ser amados. ¿Y el destino? Ser amados».
Osvaldo Bodean, publicado en www.elentrerios.com
Osvaldo A. Bodean nació en Colón, Entre Ríos, el 1° de Mayo de 1963. Está casado y es padre de tres varones y tres mujeres. Es Licenciado en Ciencias de la Información. Conduce un programa periodístico en Radio Activa, Concordia, de lunes a viernes, de 6 a 8 horas. Es profesor titular de las cátedras de Técnicas de la Comunicación I y Derechos Humanos, en el Instituto de Profesorado Concordia. Aunque en apariencias contradiga su fe religiosa, es hincha del «diablo» de Avellaneda. Y aunque no contribuya a su imagen académica, es fanático de los cuentos del «Negro» Fontanarrosa.