“El suicidio más acostumbrado en nuestro tiempo es pegarse un balazo en el alma”. Nicolás Gómez Dávila
«Hombre soy; nada humano me es ajeno». Publio Terencio Africano
El afán de una raza pura y el deseo de evitar cualquier limitación física que nos recuerde nuestra condición intrínseca de seres frágiles, cobran hoy una particular forma mentis revestida de un supuesto espíritu benefactor hacia la comunidad humana. Las multiformes sutilezas que diferencian el variado abanico de colores con que la eugenesia tiñe el mundo de muerte, hunden sus más íntimas raíces en el peor sustrato incapacitante de la historia humana: el miedo. No se trata de cualquier tipo de miedo, sino, del bien conocido y oscuro miedo a la debilidad. Sucede que una de las características inherentes a nuestra existencia es su propia limitación; y la debilidad, no es otra cosa que su escolta connatural. Negar una, u otra, equivale a esa especie de suicidio intelectual, al que nos empujan los oropeles desesperantes del tan coreado “progreso”, donde descansa el absurdo de negarnos a nosotros mismos.
Las excusas eugenésicas de auto-justificación son innumerables y, hay que reconocerlo, son producto de una capacidad creativa que sorprende. Como para muestra solo basta un botón, recordemos aquel breve artículo del escritor español, Arcadi Espada, publicado por el periódico El Mundo, el 9 de Mayo de 2013, que se tituló Un crimen contra la humanidad. En el mismo, el autor sostenía que “Si alguien deja nacer a alguien enfermo, pudiéndolo haber evitado, ese alguien deberá someterse a la posibilidad, no solo de que el enfermo lo denuncie por su crimen, sino de que sea la propia sociedad, que habrá de sufragar el coste de los tratamientos, la que lo haga” . Tratemos de obviar por un instante el cúmulo de emociones desagradables que suscitan tales palabras y que amenazan con el paroxismo; intentemos pensar en las ocurrencias de Espada como si fueran el producto en serie que el individualismo materialista ha logrado conseguir. De este modo, Arcadi sería la víctima de haber olvidado su humanidad colgada en el perchero, la mañana del día que se dispuso a escribir tamaño panegírico hacia el sistema al que le rinde culto.
Dejar nacer a alguien, como sostuvo Espada aquella vez, implica el reconocimiento de que existe algún exótico argumento que se esfuerza en sostener que hay una jerarquía de dignidades que consagra el derecho de unos a nacer y vivir, sobre otros menos dignos, o hasta indignos, que no deben hacerlo. Dejar nacer quiere decir aceptar que existe alguien con una dignidad lo suficientemente jerarquizada como para otorgar o quitar derechos a otros de menor jerarquía.
¿No fue propio, acaso, de las tiranías más sangrientas de la historia, decidir quién vivía y quién no? Lo fue, por supuesto, y lo es también hoy con una fuerza renovada, pues la sutileza que ha conseguido desarrollar la tiranía de la cultura de la muerte ha calado tan hondo en la mentalidad contemporánea que ha hecho añicos el pensamiento de Cicerón que reza: “Los hombres existen para el bien de los hombres, para que se puedan hacer el bien entre ellos”, y que otrora supo ser, aun tácitamente, un presupuesto indispensable para conservar lo humano del hombre. Nadie puede pretender dejar nacer a otro, pues todo ser humano tiene la misma dignidad y el mismo derecho a vivir. Se trata tan solo de respetar un derecho (el derecho, nada menos, que a vivir), que es consecuencia de la dignidad que todos tenemos por igual, sin distinción de nuestra condición física, religiosa, sexual, o de cualquier otra índole.
El escritor va aún más lejos, y, sin vueltas, menciona la posibilidad de que “el enfermo lo denuncie por su crimen”. Un verdadero paralogismo, torpe por su sinsentido y arrogante en su pretensión de burlarse del lector. Es insólita la sola idea de pensar en un crimen que consista en respetar la vida de alguien, y es impensable que el mismo individuo al que se le respetó su vida reaccione de modo tal que pretenda denunciar a quien fue garante de sus derechos. Por si esto no bastara, culmina dicha oración mencionando la posibilidad de que la sociedad denuncie a las madres, médicos y los actores intervinientes que “dejan nacer” a niños con discapacidades, por el hecho del costo de los tratamientos que el cuerpo social debe solventar por los mismos. Es decir, escudándose en el gasto sanitario que implica la atención a las diferentes discapacidades, Espada pretende suscitar, implícitamente, una reacción social que centre su atención en prevenir un gasto que considera innecesario.
¿Por qué los considera innecesarios? Porque considera menos dignas a las personas con diferentes tipos de discapacidades que los que cuadran con sus estándares de aceptación. Si, para el autor, la vida de estos niños no tiene dignidad y, consecuentemente, del derecho a la vida que posee toda la humanidad están excluidos, ¿cómo no iban a ser indignos de tratamientos? Es una lógica siniestra, que asusta, es cierto, pero lejos está de ser robusta; pues el problema yace en que sus premisas son falsas: siguiendo el camino inverso de dicha lógica llegaremos a estos puntos de partida y, aunque allí abreva toda la peligrosidad de un pensamiento tan repugnante, precisamente en este punto encontraremos, también, la lasitud de la idea.
Para sorpresa de quien cree que Arcadi Espada superó todo límite de inhumanidad posible con lo dicho, concluye su escrito con lo siguiente: “Este tipo de gente averiada alza la voz histérica cada vez que se plantea la posibilidad de diseñar hijos más inteligentes, más sanos y mejores. Por el contrario ellos tratan impunemente de imponernos su particular diseño eugenésico: hijos tontos, enfermos y peores”. Es en este punto donde nos preguntamos si es que el perchero, que mencionamos al principio a modo de suposición, existe. Y si existe, si realmente tuvo alguna vez colgada la humanidad del autor; no porque no la haya colgado, sino porque, posiblemente, su humanidad sea pura ficción. El insulto gratuito que propina a las personas con discapacidad y la discriminación entre mejores y peores, es propia de una bajeza que no merece análisis ni respuesta. Solo nos resta recordar a Don Quijote -a quien me lo imagino gritando de indignación al escuchar todo esto- : «La pluma es lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendraren, tales serán sus escritos» (Don Quijote II, 16, 759).
Muchos son los ejemplos que nos depara la cotidianidad al respecto. En enero de este año se conoció la historia de Samuel Forrest y su hijo Leo, con síndrome de Down. Samuel, se vio en la encrucijada de tener que decidir entre quedarse con el niño y divorciarse de su mujer o dejarlo en un orfanato y conservar la relación con Ruzan Badalyan, su esposa. Dicho suceso ocurrió en Armenia, donde es visto como una deshonra, para ciertas familias, el tener hijos con síndrome de Down, por lo que se insiste en darlos en adopción. Samuel Forrest eligió quedarse con el niño y regresar a su tierra natal, Nueva Zelanda.
Cabe destacar muchos aspectos de esta historia tan rica, protagonizada por Samuel y Leo Forrest. Creo que existen dos puntos importantes que son verdaderos faros en medio de tanta oscuridad cerrada: los faros de la esperanza y la ternura. El faro de la esperanza que hallamos en la respuesta de la sociedad al conocer lo ocurrido: Samuel publicó su historia para conseguir financiamiento para llevar a su pequeño a Nueva Zelanda, lugar donde “puede tener una calidad de vida, aceptación e integración en la sociedad que, tristemente, aún no es posible en Armenia”. A los doce días la petición llegó a superar los 479 mil dólares, lo que ocasionó sorpresa en Samuel: “Esto realmente salió de la nada para mí. No tengo mucho, tengo muy poco de hecho. La meta es conseguir suficiente para un año, para que pueda tener un trabajo a medio tiempo, para que Leo no tenga que estar en la guardería y pueda ayudar a cuidarlo”. Es imposible no esperanzarse con una sociedad que se conmueve y se convierte en parte, pues esto habla de una sensibilidad que aún conserva la humanidad como uno de sus tantos tesoros a preservar; al menos, mientras tenga la pretensión de permanecer humana.
El segundo faro, el faro de la ternura en medio de la tempestad que procura la eugenesia, es, ni más ni menos, el mismo Samuel Forrest. No solo por obrar correctamente, por su renuncia y por las presiones que soportó, sino que sus primeras palabras pronunciadas al conocer al pequeño Leo conmueven al punto de hacernos olvidar cuánto de tristeza se encuentra en su historia: “me llevaron a verlo y miré a este chico y dije: es hermoso. Él es perfecto y totalmente me quedaré con él”. Es el claro resumen de las esperanzas contenidas en la mirada tierna, esa que surge solo en lo diáfano de la verdad.
No parece ser casual que cada nuevo invento ideológico o resurgimiento caprichoso de ideologías en apariencia superadas, tengan como objetivo al ser humano en etapas o condiciones que presentan una gran demanda de cuidado y protección por su fragilidad y debilidad inherentes. Innumerables personajes de función pública y pretendidos intelectuales levantan la bandera del progreso llevándose puesto todo aquello que interpele nuestra propia existencia; si es necesario negarse a sí mismos para una vida cómoda y hedonista, lo harán; si necesitan realizar la ablación de la tradición del alma de los pueblos para lograr la masificación que doméstica, serán los primeros en intentar desviar o contener la savia de la historia para secar los ramales de la sabiduría lograda; y el último extremo alcanzado los hace cuestionarse por la “utilidad” de seres humanos débiles o deficientes, proponiendo su eliminación a mansalva para que su existencia deje de atentar contra sus intereses.
Estos intelectuales, como decía C. S. Lewis, “(…) no se destacan por su exceso de pensamiento, sino por defecto de emoción fértil y generosa. Sus cabezas no son más grandes que lo normal: la atrofia del pecho los hace parecer así”. Se trata de una guerra declarada del hombre contra sí mismo, aunque crean que se trata de combatir la existencia de quienes no satisfacen sus estándares. Es en realidad la negación de la naturaleza humana lo que los motiva y debajo del óxido de cada engranaje, encontraremos la razón desnuda para nefasta empresa: el miedo a la fragilidad.
Es una verdadera lástima que la reacción ante la fragilidad que nos caracteriza sea el miedo, pues es una oportunidad única para comprenderse y comprendernos dentro de esta gran familia humana, para valorar y contemplar los grandes tesoros que guardamos: los ancianos y los niños. Es la ocasión perfecta para ver en ellos la sabiduría viva de la inocencia naciente y la gratitud consagrada. Es que los ancianos, esa representación del amor vistiendo canas, han comprendido muy bien a cada niño, y expresan su común acuerdo con cada pequeño que hallan, repitiéndose para sí las grandiosas palabras de William Wordsworth: “un simple niño que respira suavemente y siente la vida en todo su ser, no puede saber nada de la muerte”. No dejemos que lo sepan, antes al contrario, escuchemos a nuestros abuelos cantar por ellos y empapemos cada rincón con la aurora de la vida.
Marcelo R. Necol
Tiene 26 años. Es de Santa Rosa, La Pampa.
Se encuentra cursando el 5° año de la carrera de Bioquímica en la Universidad Nacional del Sur (Bahía Blanca)