Frente al escándalo de los linchamientos y las voces apagadas de todos los defensores de los derechos humanos, aparece la voz de un portero de edificio un hombre común, que pone el cuerpo para defender los derechos humanos de una persona: sí, de un delincuente, pero que no es sólo un delincuente, antes es una persona. Un encargado de edificio que es un hombre-hombre, no es ni un intelectual, ni un filósofo, ni una víctima del terrorismo de Estado de la última dictadura, ni una abuela de Plaza de Mayo, ni una Madre de Plaza de Mayo, tampoco un hijo de desaparecido, ni un nieto recuperado, tampoco es un defensor de los derechos de los animales, ni cura, ni obispo, ni Papa Francisco (me salió como versito); es un hombre común que gracias a Dios todavía usa la razón para darse cuenta de que ese hombre que delinque, es ante todo una persona.
Y entonces, como ciudadano me pregunto qué está pasando, cuál es el problema de fondo, la raíz de lo que está aconteciendo. Y mirando esto, a lo que se le está comenzando a llamar en lenguaje de la Dra. Elisa Carrió, La ruptura del contrato social, puedo ver que el problema no es, ni la inseguridad, ni la inflación, ni la pobreza, ni el narcotráfico, ni la connivencia de las fuerzas de seguridad, ni el garantismo jurídico, ni la corrupción en todas sus facetas, ni la falta de valores, ni la anomia, ni el código penal. Todas estas cosas no son más que síntomas de un de un mismo y más profundo problema: en la Argentina hace mucho que hemos dejado de educar.
1. La reducción de la educación a la información: el mito de la educación inclusiva.
Cuando hace ya treinta años se comenzó a eliminar el concepto de moral en la educación para educar en la libertad, haciendo una falsa antinomia entre moral y libertad, no nos dimos cuenta de que se eliminaba el concepto del bien de la persona, de las relaciones sociales y de la sociedad; y se dejó prendido con alfileres un concepto de libertad abstracto y vacío, que comenzó a llenarse de individualismo, egoísmo, narcisismo y hedonismo, facetas de una antropología egocéntrica y autorreferencial. Al comienzo no nos dimos cuenta porque todos seguíamos en piloto automático a partir de los valores que ya se nos habían trasmitido (trabajo, honestidad, disciplina, deberes sociales, respeto de la persona, ciudadanía, familia, etc.). Sin embargo, este piloto automático desapareció y se comienzan a ver los frutos de una educación ha renunciado al ideal de bien en búsqueda de una neutralidad aséptica que terminó desembocando en un subjetivismo individualista; es decir en una educación al servicio de la pura satisfacción de deseos sin apertura al tu del prójimo, que a lo sumo queda reducido a la pragmática satisfacción del yo. Lo que ha desaparecido de la educación es el sentido de sociedad, y por tanto ha desaparecido el sentido de derecho, pero antes desapareció la centralidad del valor de la persona y con ella desapareció el concepto de ley. Creíamos que podíamos reírnos del ser, de la metafísica, de la antropología y, vivir y educar como si la objetividad del ser de la persona no existiera o los más morales dándolo por descontado, e invocando millares de argumentos: hoy estamos viendo y viviendo los resultados.
Así, se ha introducido una educación individualista donde el máximo valor social trasmitido es la tolerancia (algo sin dudas valioso y a la vez parcial); sin tener como trasfondo el valor de la persona, sino el del ego; eliminando el valor de la vida social reemplázadolo por el beneficio político y económico (pragmatismo); y como consecuencia, se terminó anulando la necesidad de las relación con el prójimo para realizarnos como persona, y el sentido del deber como respuesta a relaciones basadas en el derecho y, el derecho fundamentado en la justicia como relación con la verdad de la persona. Se ha eliminado la persona. Todo se reduce a la satisfacción, al beneficio y a la conveniencia, y la persona tiene un lugar relativo y funcional al ego, perdiendo de vista que el ego también es persona.
Entonces, en este contexto se volvió imposible plantear una educación a partir de los límites y la represión se trasformó en un verdadero acto criminal contra la centralidad de un yo absoluto que tiene como principio normativo principal la satisfacción: se ha formado un yo hedonista y narcisista, al que se le enseña a juzgar todo a partir del principio del placer y no a partir del principio de la realidad y del valor objetivo de la persona. Así, se plantean las relaciones pragmáticamente. La eliminación de la represión en la educación ha sido uno de los pasos más disolutorios en la trasmisión de valores. Ya no hay sanciones, porque no hay un orden social a realizar basado en la centralidad de la persona: sólo vale el yo absoluto y su satisfacción. Cuando se escribe este párrafo se piensa en cuántos problemas va a traer el haber pronunciado la palabra tabú: REPRESIÓN
De que se está hablando, cuando hablamos de represión, ¿de volver a la tortura, al castigo físico, a la inquisición, a la pérdida de la libertad de pensamiento y expresión? No, se habla de la represión del impulso para estructurar la personalidad. De esto hablan Freud y Lacan. Hice 9 años de terapia y entre tantas cosas aprendí el valor de la represión de los impulsos para encausar la energía de las pulsiones en fines nobles, que estructuraran mi personalidad y me permitieran ser una persona que se fija objetivos y los alcanza, y objetivos que estuvieran más allá de las satisfacciones egoístas del ello y me llevaran al encuentro del alter. Esto por definición ha desaparecido en la educación contemporánea y ha sido sustituido en lo absolutamente contrario: la espontaneidad. Se educan personas al arbitrio del ello, se educan personas afectivamente primarias, que no pueden mirar más allá del deseo, y que trabajosamente encaran pragmáticamente relaciones. Eliminar el orden del impulso ha sido eliminar el principio de realidad, dejando como único principio que rige al de la satisfacción: el parámetro de juicio es “me gusta o no me gusta”, “tengo o no tengo ganas”, “lo siento o no lo siento”, “según como me levante”, “según como me sienta”, etc. Esta absoluta subjetividad del yo es impenetrable por el principio de la realidad, y esto no cayó con un meteorito desde el espacio, esto lo hemos generado nosotros al crear una educación al servicio de la satisfacción del yo y no como introducción en la totalidad de la realidad: una educación para la satisfacción y no para el servicio de la realidad.
La realidad es que educamos un yo que hace lo que quiere, y nadie le puede hacer ni decir nada, porque no se puede ordenar: entonces no estamos educando. No porque educar sea sancionar, sino porque educar es encausar el yo a la estructuración de una personalidad integrada con sus deseos, pero también con el valor del alter, y por tanto con el valor de la sociedad, del derecho y de la ley como regulaciones que nos ayudan a vivir y disfrutar los vínculos y los afectos. Un yo sin ley, sin alter, sin deberes, termina siendo un yo sin justicia y por tanto sin derechos: porque termina siendo una descarnada lucha de egos absolutos entre sí que de ninguna manera pueden reconocer en los otros egos, la positividad y la necesidad del alter.
Hablar del código penal termina siendo entonces una falacia, porque aunque se sancione un código que condene a todos los delincuentes a infinita cantidad de años, o en la hipótesis de la locura imponga la pena de muerte como solución a la inseguridad, el problema está más al fondo, y seguimos produciendo y reproduciendo el mal que queremos eliminar por hemos dejado de educar. Aunque matemos a todos los malos (siguiendo el mito maniqueo que anima a nuestra sociedad) o en los más humanitarios los encerremos a todos en las cárceles, el problema va seguir al lado nuestro, porque hemos dejado de educar.
Por eso, el mito de la educación inclusiva ya no alcanza, porque es la inclusión en la nada: ya no hay trasmisión de valores, tampoco se educa al soberano (como rezaba el paradigma de los sistemas educativos nacionales de la segunda mitad del siglo XIX), pero tampoco se trasmite información, y ni siquiera podemos tener la ingenua consolación de que educamos buenas personas: la educación actual sólo es inclusiva, una especie de contención al estilo de los institutos psiquiátricos de la primera mitad del siglo XX, donde no se curaba a nadie pero se los sacaba de la sociedad. Así es de inclusiva la educación, todos van y pueden ir gratuitamente a instituciones educativas de todos los niveles, las leyes lo mandan, el Estado pone el dinero, ante las falencias distributivas los planes sociales, se entregan netbooks, becas, pero es una inclusión en la nada, porque ya ni el magro objetivo de informar se logra: tenemos unas de las peores calificaciones en las evaluaciones de la calidad educativa prácticamente en todos los niveles. Pero ni siquiera eso ha sido una alarma para ver que estábamos en un camino equivocado.
2. La disolución del Estado de derecho en la casa y en la escuela: la desaparición del adulto.
Dado que se ha disuelto la educación como introducción a la totalidad de la realidad, y la educación ciudadana como introducción experiencial a la vivencia del Estado de Derecho. La casa y la escuela son un camino para que las generaciones jóvenes se introduzcan en la totalidad de la realidad: es decir, en la vida de los vínculos, de las relaciones sociales, de la socialización, en el derecho personal y de los otros, en los deberes que esos derechos conllevan, en el amor como reciprocidad y gratuidad en los vínculos, en el trabajo como protagonismo de en la vida personal y social que nos hace actores y no sólo espectadores, en la responsabilidad como consecuencia de la libertad y la inteligencia de las cosas: en fin, en nuestra humanidad con todas sus consecuencias.
El Estado de Derecho no es la Constitución Nacional, en ella hemos puesto por escrito cómo queremos vivir. Pero el Estado de Derecho lo trasmitimos como acervo de valores a las generaciones jóvenes a través de la educación. La educación es comunicar cultura, nuestra cultura, nuestra manera de vivir la realidad. Y lo que se decía más arriba, refleja que estamos educando en lo que somos, aunque ahora no queremos asumir que estamos educando mal, que estamos introduciendo mal en la realidad a las generaciones jóvenes; estamos comunicando una cultura que ahora en sus efectos no la queremos.
El Estado de Derecho se comunica por experiencia: y hoy en lo que menos se educa es en el cumplimiento de la ley y en el respeto del derecho: se educa en la satisfacción, se educa en lo que inequívocamente Hobbes advirtió que conllevaba a la destrucción de la sociedad: el deseo insaciable del hombre, que transforma al hombre en lobo del hombre. Nada se puede prohibir, nada se puede obligar, todo está permitido, todo tiene que ser placentero, todo tiene que ser lúdico: esto no tiene nada que ver con la vida. La vida está llena de obligaciones, la existencia de la persona del alter obliga al yo: la realidad es un reclamo ineludible a nuestro yo. Entonces, de dónde que no hay que obligar, ni prohibir. No se puede hacer lo que uno quiere con el ser, es el ser el que impone la medida no nuestro placer o parecer, o en el peor de los casos nuestro capricho.
Hoy estamos experimentando los efectos de la disolución del Estado de Derecho en la educación: hemos pasado décadas educando a nuestros hijos en la anomia del individualismo y el pragmatismo, olvidándonos de la persona y de la sociedad. Y ahora nos horrorizamos por el avance del narcotráfico, del alcoholismo juvenil, de la falta de compromiso juvenil con el trabajo, del avance de la depresión juvenil, del avance de la delincuencia, de la banalizacón de la vida y de las relaciones humanas, etc. Y todo esto no es patrimonio privativo de una clase social, atraviesa todo. La educación en el Estado de Derecho es la experiencia del cumplimiento de la ley y del respeto del derecho como bien y cumplimiento para la propia vida. ¿Hacen nuestros jóvenes y niños experiencia de esto?
Para llegar a donde estamos hubo que demoler la noción de autoridad. El Estado Burocrático Autoritario tuvo mucho que ver con esto, por el rechazo que generó. Al principio resultó cómodo porque volvió abstracta y aséptica la educación para el adulto, pero el problema es que lo que se demolió fue el lugar del adulto, y sin adulto que se proponga como camino, no hay educación: o mejor dicho la educación se redujo a informar. La educación es proponer una experiencia, y acompañarla, pero la propone uno que hizo el camino previamente (con todas sus limitaciones, que incluso son valiosas), el adulto se propone como modelo a ser seguido, y a esto hemos renunciado porque es muy difícil ser modelo, es complicado acompañar en la vida como autoridad. Es más fácil informar sin proponer una vida y que se arreglen solos. Esto vale también para los padres. No se educa a partir de una doctrina, sino a partir de una experiencia, dando el ejemplo. Y en ese lugar de ejemplaridad los adultos no queremos estar, entonces preferimos informar y no educar. Nuestros jóvenes necesitan ser educados, ser formados en la inteligencia a través de una lectura adecuada de la realidad, en la libertad a través de un camino humano para transitar y verificar, y en el afecto siendo amados y enseñándoles a amar con gratuidad.
3. Quisiera cerrar con una cita de nuestro Himno Nacional Argentino:
“Sean Eternos los laureles; que supimos conseguir. Coronados de Gloria vivamos; o juremos con Gloria morir”
Esto no lo hizo ni Menem, ni Cristina, ni la Dictadura. Esto lo hicimos y lo estamos haciendo entre todos.
Pbro. Lic. Walter Alejandro París – Punta Alta