Un cuento de Elízabeth Lencina
Entré en un bar. Era cómodo, grande, luminoso. La música a un volumen ideal para entablar una conversación o concentrarse en la lectura de un libro. Pedí un licuado multrifruta. Tomé mi cuaderno y comencé a escribir describiendo el lugar.
Vi entrar a un hombre de unos treinta y cinco años. Alto, delgado, cabello oscuro, ojos claros. Tenía una mirada triste. Muy elegante: camisa lila, pantalón de vestir, zapatos negros. Se acercó a la barra, buscó algo en una carpeta (tal vez sería una fotografía) y habló con los mozos.
Eligió una mesa pequeña, cerca de mí. Tomó su celular y dijo:
- Sin novedades. Los mozos de acá son nuevos. No la conocen, pero tal vez el encargado sepa algo de ella. Voy a esperarlo. Me dijeron que no va a tardar demasiado.
No pude evitar pensar quién sería ella y cuánto tiempo habría pasado desde su separación. Mi curiosidad pudo más. Me quedé allí. Cuando terminé el licuado pedí un jugo de naranja con un tostado de jamón y queso. Cuando llegó el encargado y se sentó junto al misterioso hombre, dejé de escribir y simulé leer el libro que había dejado sobre la mesa.
- Sí, claro que la conozco. Se mudó a Recoleta hace unos años. Vive en el mismo edificio que mi primo, de modo que nos cruzamos a menudo.
- ¿Y cómo está ella?
- Ahora mucho mejor. Estuvo muy enferma. Parece ser que sufrió un desengaño amoroso y le costó demasiado tiempo superarlo.
- ¿Está en pareja?
- Que yo sepa… Enviudó hace un par de meses. ¡Un hombre excelente! ¡Qué mala suerte tuvo esta chica!
- ¿Y usted me podrá dar su dirección?
- No, señor. Disculpe. No puedo hacer eso. La aprecio mucho. Pero, si quiere, le podría entregar en mano una carta suya.
- Le agradezco mucho. Ya mismo le escribo.
Se levantó de la silla y se acercó a mí. Me pidió una hoja de papel. Arranqué tres de mi cuaderno y le ofrecí una lapicera. Me agradeció. Ya tenía. Volvió a sentarse e inmediatamente comenzó a redactar su carta.
Minutos después, me devolvió una hoja. Noté que su texto era breve y aparentemente no tenía tachaduras. Creo que estaba muy seguro de lo que quería decir.
Volvió a su lugar. Improvisó un sobre, con el otro papel y colocó allí la carta, con cuidado. El mozo se aproximó, la tomó y la guardó en su bolsillo. El hombre se despidió estrechando su mano derecha. Me miró, con una sonrisa, diciendo Hasta luego. Respondí su saludo y continué escribiendo.
Media hora más tarde mi vaso estaba vacío y en el plato solo quedaban algunas migas. Cuando el mozo se acercó para preguntarme si gustaba algo más, me sobresalté. Le pedí la cuenta. Observé mi cuaderno. Había escrito cinco hojas, sin darme cuenta que había terminado un cuento. Los protagonistas eran el extraño hombre de ojos tristes y la joven viuda de Recoleta.
Laura y Fernando se habían conocido siendo adolescentes, en la fiesta de egresados de la hermana de Laura y un amigo de Fernando. Ella tenía 16 años y él 19. Fue un amor a primera vista.
Pocos días después, comenzaron una relación intensa, llena de ternura, respeto y sinceridad. Durante un año compartieron los mejores momentos de sus vidas.
Hasta que una tarde gris Fernando recibió una carta que cambiaría los planes que tenían en común. Era una beca. Provenía de Francia.
Él lo había mantenido en secreto, hasta entonces. Su intención era casarse con Laura antes de partir y comenzar un nuevo camino, juntos. Tenía la certeza que la noticia la haría la mujer más feliz de la Tierra.
Cuando Laura se enteró, se sintió la protagonista de un cuento de hadas. Pertenecía a una familia de humildes trabajadores. Era impensado para ella poder viajar al exterior. Y menos aún, instalarse por un mínimo de cinco años.
Sus padres irrumpieron en su habitación, al escuchar parte de la conversación. Echaron a Fernando diciéndole que jamás firmarían la autorización para que ella saliera del país y menos aún para que contrajera matrimonio.
Laura convenció a su novio para que nada ni nadie, le impidiera cumplir su sueño. Era una oportunidad que no se repetiría y no había tiempo que perder. Fernando aceptó, prometiendo volver a buscarla.
Las primeras cartas del joven nunca llegaron a manos de su destinataria. Fueron destruidas por la madre. Luego, toda la familia se mudó, de modo que las cartas siguientes fueron devueltas al remitente.
Aún no contaban con teléfono en su casa, de manera que la única manera de comunicarse era vía postal.
Laura intentó olvidar. Se casó con un buen muchacho, que la amaba. Años más tarde, él falleció en un accidente de tránsito. Ella enfermó. Le costó meses asumir la muerte de su esposo.
Una tarde, el encargado de un bar de Flores, llegó a su casa, con una carta en la mano. No hizo falta leer el remitente. Reconoció la letra de Fernando.
Horas más tarde, volvieron a unirse para no separarse jamás.Unos meses después, el hombre de mirada triste y la joven viuda de Recoleta entraron tomados de la mano en el bar que siempre frecuentaban. Yo estaba sentada, leyendo. Él me reconoció y se acercó. Me presentó como la amable mujer que le facilitó el papel para escribir la carta que cambiaría su vida. Ella me saludó con un beso y luego se sentaron en el mismo lugar de hacía dieciséis años.
No sé cómo habrá sido su historia. Lo importante es que el desenlace fue tan feliz como el de Laura y Fernando, los protagonistas de mi cuento.
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